Pienso al leer A puerta cerrada, de Jean Paul Sartre (1944) en la manera como esta obra conversa con el teatro clásico. En el teatro griego, el escenario, en una obra como Edipo Rey o en Antígona, era un templo, el ágora, un palacio. Las estatuas que precedían la escena (toda la zona del proscenio) eran las efigies de las deidades tutelares. En ese teatro, se ponía en escena un acontecimiento extraordinario y en lenguaje sublime; los dioses marcaban los límites de los actos humanos.
En la obra de Sartre desaparece este escenario abierto. Dice muy claramente el filósofo dramaturgo: todo se reduce a un salón Segundo Imperio, a tres sillones ostentosos de colores chillones; a una chimenea con decorados, una sala alfombrada, unas cortinas y al fondo un busto. Pero de este busto sabemos muy poco a lo largo de la obra: su única función es el silencio. En las obras griegas, gracias al Deus ex machina o a una suerte de teofanía, los dioses intervienen, salvan, guían a los hombres. En el mundo de Sartre, en A puerta cerrada (Huis clos), no hay dioses, no hay ni siquiera deidades infernales.
Ese cuarto Segundo Imperio, insisto, habla de la promiscuidad del mundo moderno, del gusto vulgar. Ahora bien, puede que los muebles que menciona Sartre sean ampulosos, pero son solo eso: ostentación, ampulosidad, lujo en un mundo carente de moral. El estilo Segundo Imperio, como lo señalan sus críticos, intenta imponer al mundo burgués un estilo aristocrático, un estilo que marcaba muy bien las diferencias entre los nuevos ricos, los banqueros, los nuevos dueños del mundo y las clases más pobres.
En el cuarto que presenta Sartre hay una única puerta, por la que entra y sale un mozo de hotel. No hay Carontes, no hay Hades, no hay Cancerbero, sino formalísimos mozos de hotel que se limitan a cumplir con su odiosa función sin arrojar pista alguna a los condenados. Y sin embargo la obra nos deja saber algo de lo que pasa al otro lado de esa puerta: innumerables salas y corredores, donde se repite la misma escena. Como en Kafka, este infierno se define por la monotonía.
Uno de los artificios más interesantes de A puerta cerrada es el juego dramático que nos permite, al mismo tiempo que los personajes discuten, "ver", "presenciar", "evocar" lo que sucede en el mundo de los vivos. Mientras Garcin, Inés y Estelle evocan su existencia, asisten "imaginariamente" a lo que hacen sus deudos.
L'enfer c'est les autres... “El infierno son los otros” queda claro para Garcin, Inés y Estelle, condenados a convivir entre cuatro paredes. Condenados a desnudarse espiritualmente, a revelar sus bajezas e iniquidades, a escarbar en su pasado de cobardes, asesinos, suicidas, adúlteras, traidores políticos o misántropos.
Entre Medea y Estelle se podrían establecer muchas relaciones (en relación con la maternidad, con el crimen); entre Garcin y Prometeo (dos héroes abatidos en un lucha contra la opresión y derrotados por sus propias debilidades); entre Antígona e Inés (que exhiben un mismo gesto de rebelión). Sin embargo entre los primeros y los segundos hay una diferencia insalvable, la que existe entre lo sacro y lo profano, entre lo épico y lo cotidiano, entre lo grandioso y lo sublime y lo que cae en lo prosaico y vulgar.
Hay acaso un teatro más distante que este que nos ofrece Sartre del que presentaron los griegos en el siglo V a. C, que hicieron del teatro un ritual religioso, una fiesta pública. El teatro en Atenas se celebraba alrededor del thymele, el altar de Dionisio, e iba acompañado de los ditirambos dedicados a los dioses. En el teatro de Sartre los dioses se han retirado del mundo y no se necesitan más verdugos que los mismos hombres acosados por su miseria espiritual.





.jpg)


