lunes, 28 de marzo de 2016

Tres poemas "humanos" de César Vallejo

Tres  poemas de César Vallejo, de su libro Poemas Humanos (1923-1938) nos ponen en la línea del poeta que después de salir de Perú transita por el viejo continente. Por momentos pleno de nostalgia de la tierra, por momentos sufriendo su existencia en medio de otro temporal. El poeta, que en medio de esos otros desastres, tantas otras tragedia -no es la menor, la de España-, experimenta un amor incuestionable al ser humano, que el mismo tilda de “parroquial”, de “mundial”, de “provecto”. 
Quedan un tanto atrás los juegos verbales y herméticos de Trilce, ahora el poeta se encuentra con que la lucha requiere otra lengua más familiar, más cercana, más humana, si quiere que su aliento llegue a los otros. Algo así como otra etapa en la carrera de amar a los hombres. 

I
FUE DOMINGO EN las claras orejas de mi burro,
de mi burro peruano en el Perú (Perdonen la tristeza) 
Mas hoy ya son las once en mi experiencia personal, 
experiencia de un solo ojo, clavado en pleno pecho, 
de una sola burrada, clavada en pleno pecho, 
de una sola hecatombe, clavada en pleno pecho. 

Tal de mi tierra veo los cerros retrasados,
ricos en burros, hijos de burros, padres hoy de vista, 
que tornan ya pintados de creencias,
cerros horizontales de mis penas. 

En su estatua, de espada,
Voltaire cruza su capa y mira el zócalo,
pero el sol me penetra y espanta de mis dientes incisivos 
un número crecido de cuerpos inorgánicos.

Y entonces sueño en una piedra
verduzca, diecisiete,
peñasco numeral que he olvidado,
sonido de años en el rumor de aguja de mi brazo,
lluvia y sol en Europa, y ¡cómo toso! ¡cómo vivo!
¡cómo me duele el pelo al columbrar los siglos semanales! 
Y cómo, por recodo, mi ciclo microbiano, 
quiero decir mi trémulo, patriótico peinado. 

II
ME VIENE, HAY días, una gana ubérrima, política,
de querer, de besar al cariño en sus dos rostros,
y me viene de lejos un querer
demostrativo, otro querer amar, de grado o fuerza, 
al que me odia, al que rasga su papel, al muchachito, 
a la que llora por el que lloraba, 
al rey del vino, al esclavo del agua,
al que ocultóse en su ira,
al que suda, al que pasa, al que sacude su persona en mi alma. 
Y quiero, por lo tanto, acomodarle
al que me habla, su trenza; sus cabellos, al soldado;
su luz, al grande; su grandeza, al chico.
Quiero planchar directamente
un pañuelo al que no puede llorar
y, cuando estoy triste o me duele la dicha,
remendar a los niños y a los genios. 

Quiero ayudar al bueno a ser su poquillo de malo
y me urge estar sentado a la diestra del zurdo, y responder al mudo,
tratando de serle útil
en todo lo que puedo y también quiero muchísimo
lavarle al cojo el pie,
y ayudarle a dormir al tuerto próximo. 

¡Ah querer, éste, el mío, éste, el mundial, 
interhumano y parroquial, provecto!
Me viene a pelo,
desde el cimiento, desde la ingle pública, 
y, viniendo de lejos, da ganas de besarle 
la bufanda al cantor, 
y al al que sufre, besarle en su sartén,
al sordo, en su rumor craneano, impávido; 
al que me da lo que olvidé en mi seno,
en su Dante, en su Chaplin, en sus hombros. 

Quiero, para terminar,
cuando estoy al borde célebre de la violencia
o lleno de pecho el corazón, querría
ayudar a reír al que sonríe,
ponerle un pajarillo al malvado en plena nuca, 
cuidar a los enfermos enfadándolos, 
comprarle al vendedor,
ayudarle a matar al matador —cosa terrible— 
y quisiera yo ser bueno conmigo
en todo. 


III
¡Y SI DESPUÉS de tantas palabras,
no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los pájaros, 
no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos! 

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!
¡Levantarse del cielo hacia la tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla! 
¡Más valdría, francamente, 
que se lo coman todo y qué más da...! 

¡Y si después de tanta historia, sucumbimos, 
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar! 
¡Y si luego encontramos,
de buenas a primeras, que vivimos,
a juzgar por la altura de los astros,
por el peine y las manchas del pañuelo! 
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo, desde luego! 

Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena…

Entonces… ¡Claro!... Entonces... ¡ni palabra! 

viernes, 18 de marzo de 2016

Cuentos de hadas: el rigor de lo pequeño

Como dice Calvino, refiriéndose a la riqueza de los mitos, lo valioso, lo sutil, está en los detalles. Lo mismo sucede cuando leemos cuentos de hadas o cuando escuchamos, bien contadas, nuevamente estas historias. Esta afirmación vale para la literatura en general, pero veamos algunos detalles en la textura de un relato que todos conocemos. En Blancanieves, hacia el final de la historia, al menos en la versión de los Grimm (1812-1815), se dice que Blancanieves yace en un féretro sin descomponerse, como dormida, y sigue siendo “blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro”, y es visitada primero por una lechuza, luego por un cuervo y, finalmente, por una paloma. Ahora que está muerte el rojo adquiere otra significación, la de una vitalidad extraordinaria, en medio de la muerte. Quizá la explicación esté en el orden de las aves que la visitan y sus complicadas alegorías, alusivas, acaso, a la inmortalidad, a la oscuridad y a la vuelta a la vida. 



Más allá de los símbolos -riquísimos por cierto, incluso a pesar de la manera como estas historias han sido editadas y ajustadas por sus compiladores- están las enumeraciones. Son estas enumeraciones las que despliegan la imaginación y le permiten a un lector (que lee en voz alta) jugar con la historia, crear escenario mágicos, como cuando se dice en la historia de El lobo y siete cabritos, que al entrar el lobo a la casa, las cabritas corrieron sobresaltadas a esconderse: 

Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera y la más pequeña, en la caja del reloj. 



Justamente, este detalle, es la más pequeña, pero al mismo tiempo quizá la más inteligente y por eso se esconde en la cajita de reloj (las restantes se esconden en espacios previsibles y menos abstractos), será la clave de la historia. El tiempo lo cura todo y revela tarde o temprano la voz ronca y la pata negra del lobo apoyada en la ventana. 



La misma enumeración, otra vez siete lugares, acontece en Blancanieves, cuando los siete enanitos encuentran que alguien ha entrado en su casa y cada uno exclama algo distinto:
Dijo el primero:
-¿Quién se sentó en mi sillita? 
El segundo:
-¿Quién ha comido de mi platito?
  El tercero:
-¿Quién ha cortado un poco de mi pan?
  El cuarto:
-¿Quién ha comido de mi verdurita?
  El quinto:
-¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito?
  El sexto:
-¿Quién ha cortado con mi cuchillito?
  Y el séptimo:
-¿Quién ha bebido de mi vasito?



El siete es un número mágico ya usado en los relatos más antiguos (siete musas de las artes, siete titanes y siete titánides), siete cuerpos celestes. Y es que los cuentos de hadas hunden su poderoso atractivo en esa riqueza imaginativa de los detalles numéricos, como cuando vemos esa extraña figura formada  por un gallo parado sobre un gato, que está parado sobre un perro, que está parado sobre un asno, para poder observar por una ventana (Los músicos de Bremen) y que son descritos como una bruja, un asesino, un monstruo y un juez, por un espantado ladrón.



El magnetismo de estas historias deriva de esa compleja mezcla de juego fantástico y relato moral. Lobos que seducen y hablan con ironía; lobos que se disfrazan y se mandan a pintar las patas o cambian de voz; gatos que le ofrecen a su amo sus gentiles servicios y vestidos de mayoral -con botas, sombrero y bolsa de viaje-, amenazan a campesinos y mineros, engatusan reyes y logran que un ogro se transforme en un león y en un ratón; un reino en donde los espejos mágicos responden sin cansancio, pero dicen la verdad; y en donde los niños encuentra un casa con “techos de chocolate, paredes de mazapán, ventanas de caramelo, puertas de turrón, caminos de confite”, son engordados como cerdos pero son capaces de engañar a una bruja malvada con un hueso de pollo.



Subyacen en todas estas narraciones de origen popular, junto a lo fantástico, una intencionalidad pedagógica y una compleja imagen de la realidad; son relatos que muestran al niño la lucha por la sobrevivencia, la realidad cruda y desnuda del mundo exterior. En algunos casos se trata (como sucede en Caperucita) de la salida del niño a un mundo plagado de peligros (encarnado en la imagen del bosque) y en donde los niños están expuestos a las amenazas del exterior (el niño expuesto a la violencia sexual) a través de un relato cargado de connotaciones simbólicas y sutiles. Frases claves como “No te apartes de la ruta”, “no te salgas del camino”, “adentrarse en el bosque”. Caperucita (Le petit chaperon rouge) encarna con su atuendo el espíritu gentil, el fruto de la inocencia, aún cubierto, aún protegido por el cuidado materno pero ya en peligro y objeto del apetito del mundo; en tanto el lobo surge así como símbolo de los riesgos que ofrece la sociedad. 



La misma lucha encontramos en una obra como Hansel y Gretel que aborda el tema de los niños huérfanos, abandonados o condenados a consecuencia. En Hansel y Gretel los niños padecen la hambruna y escuchan la sentencia de sus padres. Sin embargo en el relato, a la dureza de esta decisión se opone la belleza de la noche, los guijarros “que brillan iluminados por la luz de la luna”. Gretel, al lograr que la bruja entre al horno, salva a su hermano con la misma astucia con que Ulises engañó al Cíclope o el pescador de Las Mil y Una Noches al Efrit (a quien logró que volviera a entrar a la botella).



Blancanieves inicia con una imagen plena de connotaciones: tres gotas de sangre sobre la nieve blanca, en un relato que tiene como asunto la envidia, los celos y la llegada de la niña a su pubertad. Al igual que otros relatos antiguos, el siervo encargado de matar a la niña se arrepiente (como en la historia de Edipo) y sacrifica a un animal, y entrega a la madrastra los pulmones y el hígado de un jabalí. En la historia, como en muchos mitos griegos, la madrastra devora a la niña simbólicamente. En estas historias se ven argumentos emparentados con los relatos orientales o con la antigua mitología griega; otros símbolos provienen de mitologías celtas medievales, por ejemplo, la imagen repetida del bosque encantado, pleno de leyendas del bosque, con hadas, duendes (enanos: buenos y malos, buscadores de oro y minerales), ogros. 

En Blancanieves (como en Medea personaje griego que envía una corona envenenada a la novia), la madrastra recurre a peines o manzanas y se sale con la suya para llevar a cabo una terrible venganza. Sin embargo en estas historias se repite la imagen maravillosa de la “durmiente” encantada, que despierta cien años más tarde. Estos relatos le muestran al niño los riesgos de la existencia. Siempre hay un huso, una espina de rosa, un manzana podrida, a pesar de los dones que otorgan las hadas: belleza, bondad, gracia y capacidad para bailar, cantar e interpretar instrumentos musicales.



La imagen del castillo dormido abunda no solo en los cuentos de hadas sino en las leyendas españolas, medievales, en los relatos de Poe y de Bécquer. Todo queda encantado, todos duermen por cien años como en la Historia Prodigiosa de la Ciudad de Bronce. Estas historias que le dicen al niño que existen lugares vedados, territorios de espanto custodiados por seres terribles, un mundo diferente al universo familiar y conocido: prodigioso, pero amenazante.



Contemos entonces esos detalles que resultan altamente significativos en algunas de estas historias que Perrault, los Grimm y Andersen, recogieron y volvieron a escribir. Pero, arriesguemos algunas interpretaciones.